Nicolas Ghesquière, el director artístico que siempre nos lleva de viaje —literal y emocional—, eligió un escenario monumental para continuar su saga de desfiles en joyas arquitectónicas del mundo. Y esta vez, el homenaje fue local y simbólico: el desfile coincidió con los 30 años del reconocimiento del centro histórico de Aviñón como Patrimonio Mundial de la UNESCO. Una celebración de historia, cultura y costura.
Con una escenografía ideada junto a la artista Es Devlin, el show comenzó como una procesión sagrada de estilo: modelos desfilando entre palcos vacíos, iluminadas por haces de luz casi místicos que revelaban cada textura, cada costura y cada rincón tallado del Palacio. La pasarela, suspendida entre pasado y futuro, se convirtió en un viaje sensorial que hacía honor al espíritu teatral del lugar, donde cada look parecía un personaje. ¿Moda? Sí. ¿Performance? También.
El vestuario, fiel a la visión futurista y armada de Ghesquière, coqueteó con la teatralidad: capas dramáticas, sastrería de alto impacto, textiles nobles, metalizados que parecían armaduras del mañana y terciopelos que pedían aplausos. Cada prenda fue pensada no solo como indumentaria sino como gesto escénico: desde un abrigo que dramatiza al caminar hasta una falda que suena al girar. Porque aquí la ropa no viste: interpreta.
Los invitados, sentados sobre bancos diseñados a medida, miraban hacia el público vacío del teatro. Una jugada brillante que invertía roles: el espectador se volvía protagonista, y el monumento, una caja escénica donde todo podía pasar. El mensaje fue claro: este desfile no era solo para mirar, era para sentir.
Louis Vuitton demostró —una vez más— que cuando la moda se encuentra con el arte, el resultado es puro espectáculo. Y que, a veces, para crear algo verdaderamente nuevo, hay que volver al escenario donde todo empezó.
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