Es inevitable verle el parecido físico a Páez Vilaró –y en consecuencia esa identidad tan uruguaya–, pero a la vez me desconcierta con la muletilla española “vale”, que es ineludible para quienes viven allá. Sofía es enérgica, alegre y espontánea. El acento uruguayo se mantiene o se desdibuja dependiendo de cada frase. Me intereso en cómo fue la decisión de irse a vivir a España: “Todo cambió muy rápido. Tenía mi vida organizada allá y en un abrir y cerrar de ojos me mudé a Barcelona, me casé, tuve a mi hija acá, ahora tengo mi empresa. Hay que soltar el control y confiar en la vida”, dice. Me enteré que primero se instaló en España con amigas, una vez allá se enamoró del empresario argentino Adrián Barbini, que rápidamente se convirtió en su marido y con quien comparten una hija de 7 años llamada Milán. “Vivir y criar lejos de tu familia es difícil. Trato de aprender y progresar de cada desafío que se me presentó en la vida… Barcelona es una ciudad que me abrió muchas posibilidades”, dice Sofía desde su estudio.
Sus pinturas al óleo tienen una marcada impronta cubista, con mucha presencia de la figura femenina planteadas en primeros planos, desnudos y retratos intimistas. Ha trabajado en varios formatos, explorado con distintos estilos, texturas e incluso con cerámica. Varias obras se apilan en la pared de su estudio. Veo lienzos de grandes dimensiones, retratos en proceso y una biblioteca con libros y pinceles se asoma desde ese punto en Barcelona donde el legado del arte uruguayo continúa expandiéndose.
¿Cómo fue tu niñez en Uruguay?
Inolvidable. Uruguay es un país extraordinario. La esencia que caracteriza a los uruguayos es admirada en todo el mundo: por nuestra forma de ser, por nuestros valores y hasta el acento. Es un país muy querido internacionalmente.
En mi familia somos cuatro hermanos, muchos primos, hemos pasado veranos increíbles en Punta Ballena, entre Casapueblo y el parador de mi mamá [Beba Páez Vilaró]. Tuve una infancia hermosa.
Vivía todo el año en las grutas de Punta Ballena, muy tranquilo, con la paz y la energía de ese lugar. Es un punto sin dudas muy especial con la presencia de las rocas, el mar, la arena. Es mágico. De mi infancia me quedó para siempre la conexión con el mar. A mis 23 años cuando decidí venir a Europa y pensábamos en qué ciudad instalarnos, yo tenía claro que necesitaba tener el mar cerca, para mí es irremplazable.
Me imagino que creciste con mucho acceso al arte… ¿Cuándo decidiste dedicarte a la pintura profesionalmente?
Siempre me gustó pintar, desde que tengo noción. De niña pintaba con mi abuelo y también con mi tía [Agó Páez Vilaró]. Tengo muchos recuerdos de veranos en que disfrutaba de encerrarme a pintar con ella mientras todos estaban en la playa. Aprendiendo y creando en el taller es donde más feliz me sentía.
En mi primera etapa viviendo en Europa me dediqué a la gastronomía, tenía restaurantes. Tengo el recuerdo de una charla muy sincera con mis padres en la que me decidí a dedicarme al arte. Siempre me gustó, pero inconscientemente tenía mucho miedo de afrontarlo. Ser la nieta de Paez Vilaró y querer ser artista tampoco es un camino fácil: sirve para los dos lados. Decidí abrir mi galería, representar mi obra, la de mi abuelo y la de mi tía y de otros artistas latinoamericanos. Me metí de lleno en este mundo.
Mi abuelo me dejó un legado inmenso. Me siento muy agradecida de dónde vengo y el camino que me dejaron desarrollar. Mi abuelo es un artista conocido mundialmente, que ha dejado huella en muchos lugares. Agó es la pintora sucesora de ese legado y luego sigo yo. Quería encontrar mi propio camino y poder desprenderme, tener mi propio estilo.